miércoles, 20 de febrero de 2013

Los ojos verdes - Capítulo IV

-Vamos a entrar. –Sergio me arrastró casi literalmente al interior del garito, yo para variar, continuaba bloqueada.

Nos sentamos en la parte final del local, el bajísimo techo abuhardillado estaba adornado cuidadosamente con motivos invernales. Sentada estratégicamente de espaldas a Mario, si le seguía el juego, caería de nuevo en la obsesión. Después de un largo rato, la tensión desapareció, y casi olvidé por completo su indeseada presencia. No tardamos demasiado en levantarnos para regresar a casa, al fin y al cabo, por mucha nieve que hubiese, la mañana siguiente era laborable. Ya en la barra, justo cuando nos disponíamos a pagar, algo me sobresaltó inesperadamente. Una voz, pero no una cualquiera, tenía algo inexplicablemente atrayente; suave pero a la vez grave y masculina, irradiaba seguridad tanto seguridad como seducción, desde luego,  nunca antes había escuchado algo igual. Saludaba a alguien pero nadie contestaba. Insistió varias veces,  pero el interpelado se resistía. Más en mi mundo que en la realidad, el golpeteo de un dedo en mi espalda volvió a alterarme de golpe. Me giré inquieta, para después, quedarme completamente paralizada. Era el. Susurré un ahogado hola en un sonoro suspiro. No pude evitar mirarle a los ojos, de cerca, eran aún más hipnóticos. El contacto visual era intenso, casi sin parpadear, sin desviar la mirada lo más mínimo.

-Cuanto tiempo. –tan solo escuchar su voz ya hacía estremecer cada musculo de mi cuerpo.
-Si.-No me salían las palabras, sentía que estaba bajo un extraño hechizo, o tal vez incluso, una maldición, la de sus ojos.
-Pensaba que no volverías a venir. – parecía algo enojado.
-Lo intenté, pero era imposible. – la voz me temblaba en exceso.
-No era imposible, tan solo que[…] no sabías como hacerlo. –mi excesiva expresividad delató la perplejidad en la que estaba sumida.-Veo que no entiendes nada.
-Sinceramente, no.
-Puede que así sea mejor.
-O puede que no. –se hizo el silencio, con temor a perderle de nuevo, añadí- ¿qué es exactamente lo que tengo que entender?
-El porqué de nuestros encuentros.
-Sigo sin entenderte.
-Algún día lo harás. –Dicho esto, y sin despedida alguna, dio media vuelta y salió del local.

Olvidando por completo a Sergio, salí corriendo tras él. Había desaparecido, se había evaporado en la nada. No me sorprendí, había algo en Mario que  escapaba de toda lógica, explicación o ciencia. Dos posibles hipótesis para resolver el misterio; la primera era la magia, y la segunda y más probable, que hubiese perdido por completo la cabeza. Para aumentar aún más mi locura, cuando me giré disponiéndome a entrar de nuevo en El Rincón de los Soñadores Frustrados, estaba de nuevo abandonado. Sergio observaba el descuidado y anticuado interior. Le miré, pero no vi nada. En mi cabeza tan solo había lugar para esos ojos verdes, para esa aura de misterio. Volví a echarle otra mirada, me acerqué y le bese en los labios. No sentía absolutamente nada.

-Sergio, tenemos que decirte algo. –Cerré los ojos, me sentía terriblemente culpable.
-Dime cariño. –parecía alegre, lo que incrementó aún más mi malestar.
-Es importante. –Contesté secamente.
-¿Te pasa algo? –la preocupación era evidente.
-Creo que lo nuestro ya no funciona, y lleva tiempo sin hacerlo. –Miré fijamente el suelo, y sin pensarlo dos veces, me dejé llevar por la corazonada.
-¿Cómo puedes decir eso, Irma? – me tomó por el mentón obligándome a mirarle a los ojos, pero entonces, los cerré con fuerza.
-Nuestro amor ha muerto Sergio ¿es que no te das cuenta? –me soltó repentinamente, y giró la cara hacia otro lado, tratando de escapar.
-No, Irma, no lo veo.- se hizo un incómodo silencio – yo te quiero, con locura Irma.- Otra pausa, está algo más larga - ¿Qué es lo que he hecho mal? Puedo cambiar, te lo prometo.
-No, no has hecho nada mal, soy yo, lo siento, pero no quiero seguir con esto, tengo demasiadas dudas. –Tuve la suficiente valentía como para mirarle a la cara, desencajada, los ojos, aguados.

Me acerqué para darle el último beso, agridulce, con un ligero sabor a sal, por las lágrimas. Yo también estaba llorando. El beso fue breve pero intenso, muy doloroso, justo la despedida que se merecía una relación como aquella. Nos dimos la espalda, para continuar cada uno con su camino, para seguir con el trayecto que nuestro destino tenia escrito para nosotros, por separado.

Lo más curioso es que, a partir de aquel día, no volvería a ver nunca más a Mario. Inventé cientos de planes, ingenié miles modos, millones de hipótesis para poder resolver así el misterio, pero las incógnitas eran infinitas, y el sistema, imposible. La primera semana, creí verle un par de veces, pero todo era producto de mi imaginación, de mi obsesión. Llegué a plantearme ir al psicólogo, pero al final, no hizo falta. El tiempo hizo bien su trabajo, y así, poco a poco fui olvidando, el hechizo fue desapareciendo. El recuerdo quedó difuminado entre la realidad y el sueño, haciendo equilibrios en la frágil cuerda floja que les separa.

Mi vida finalmente, volvió a la normalidad. Las noches de los viernes volvieron a ser solitarias, las películas románticas y las palomitas, mis mejores compañeras. Pasaban los años, pero sin embargo, yo me había quedado completamente estancada, mi vida no avanzaba hacia ninguna parte. Fueron años mediocres, aburridos y poco productivos. Tiempos perdidos, juventud desechada.

Una mañana cualquiera, volviendo de hacer la compra, el destino, quiso hacerme comprender aquello que durante tanto tiempo me había atormentado. Era verano, y el sol abrasaba, hacía un calor insoportable. Me apresuré en regresar a casa, intentando correr torpemente cargando las pesadas bolsas. No veía nada, la luz era cegadora. De repente, un golpe seco. Reboté y caí al suelo, desparramando todo el contenido de las bolsas por la estrecha calle. Alcé la vista, unos cálidos ojos color miel a juego con los pequeños tirabuzones que caían desarreglados sobre un anguloso rostro.

-Lo siento. – Era la voz, la inconfundible voz de Mario, idéntica, por muy imposible que pareciese – Lo siento, lo siento… -repetía casi sistemáticamente mientras me daba la mano para ayudarme a ponerme en pie.
-No te preocupes, estoy bien. –le contesté amablemente mientras él recogía la compra.
-Toma. –Me enganchó las bolsas en el brazo, mientras sonreía con ganas y alegría.-Me alegro que no te hayas hecho nada, de veras que lo siento.
-Me suenas muchísimo ¿sabes? –no dejaba de mirarle fijamente, casi agresivamente por la intensidad.
-La verdad, que tú a mí también algo, pero no recuerdo nada. –frunció los labios y desvió la mirada al cielo pensativo.
-Bueno, no importa, será una sensación. –Sonreí, feliz, completa.
-Soy Nacho, encantado. –se acercó y me dio los dos formales besos de presentación.

La presentación derivó en una larga conversación, la conversación en una amistad, la amistad en cariño, y el cariño finalmente, en amor. Y así en aquel instante, lo comprendí absolutamente todo. Era simple, el destino era la explicación. Mario, el Rincón de los Soñadores Frustrados, tan solo eran simples señales que me guiaban hacia mi destino, que me ayudaban a cambiar mi vida, y así redirigirla. Yo había tomado la decisión de seguir sus indicaciones, y así finalmente le conocí. Dicen que cuando conoces a esa persona, esa con la que estas destinada a compartir tu vida, algo se enciende en tu interior, lo sabes desde el primer instante. Y yo, yo soy testigo y prueba de ello. 
 

 
Música inspiradora para el relato: (lo que podría ser su Banda Sonora)
 
 
 
 
 
 
Entre muchísimas más, pero especialmente con estas desgasté el botón de replay!

 

lunes, 18 de febrero de 2013

Los ojos verdes - Capítulo III

El despertar fue una mezcla entre dulce, amargo, apacible y extraño. No estaba acostumbrada a que mi despertador fuese un beso suave en los labios y el olor de unas tostadas recién hechas. Abrí los ojos y le vi a mi derecha, con el torso aun desnudo. “Buenos días” mi voz sonaba demasiado ronca y pesada. Me volvió a besar. Le miré a los ojos, castaños, comunes. Un característico color verde invadió mi mente sin esperarlo. Me estremecí y traté de sonreír. Todo había pasado demasiado rápido.

Aquella podría haber sido una gran mañana, podría, pero no, parecía que mi mente se negaba a dejarme disfrutar. Algo en mi interior estaba implosionando, y desconocía el porqué, bueno, tal vez no. Una vez sola en casa, el malestar incrementaba exponencialmente. La tarde, el apéndice de la mañana. Sentía que las paredes me ahogaban, el recuerdo de Mario y el miedo consumían demasiado aire. Rápidamente me puse los vaqueros y el primer suéter que encontré, necesitaba escapar. El aire fresco del atardecer era justo lo que necesitaba. Caminé sin destino alguno, dejándome llevar completamente. Perdí la noción del tiempo, descubrí nuevos lugares, extraños aun para mí después de casi veinticinco años. De repente, algo llamó mi atención, era un grafiti. Me paré unos instantes, la colorida y trabajada pared estaba firmada por un tal Mario. Me giré bruscamente y aceleré el paso, tratando de pensar en lo ocurrido con Sergio, intentando inútilmente borrar esos ojos verdes de mi memoria. Algo más relajada, decidí descansar un rato en el parque del lago. Sentada frente al pequeño estanque, con la mirada perdida, encendí mi iPod, automatizada. Tras escuchar un par de canciones, la casualidad decidió volver a sacarme de mis casillas. “Green eyes” inédita de Coldplay. Maldito modo aleatorio. Parecía que era imposible escapar del recuerdo. Me moría de ganas por volver al Rincón de los soñadores frustrados, por continuar la historia que comenzó la pasada noche, aunque sabía que no debía. Cerré los ojos y traté de relajarme dejando la mente en blanco, pero era completamente imposible.

Dejé de reprimirme y con decisión me encaminé hacia el origen tanto de mi deseo, como de mi malestar, necesitaba verle de nuevo. Una cartera en el suelo, de piel, muy desgastada y descolorida, castigada por los años. La abrí con curiosidad para ver si contenía algo. Veintitrés euros, dos entradas de Green Day, unas cuantas tarjetas y el DNI. Miré este último para descubrir la identidad del propietario. Borja Aguilar, rasgos rudos, barba de un par de días, pelo desarreglado, no pude apreciar más detalles en la pequeña foto. Al día siguiente la entregaría en comisaría, era demasiado tarde. Seguí mi rumbo.

Un gran cartel en la puerta. Cerrado, no podía ser. Me acerqué al cristal, aunque no parecía el mismo de la pasada noche. Oscuridad y abandono. El deterioro del local era evidente. No entendía absolutamente nada. ¿Lo habría soñado todo? Miré el número, 23. Igual que el dinero de la cartera. Algo quería hacerme enloquecer por completo, arrebatarme la poca cordura que aún conservaba. Cerré los ojos con fuerza, con el deseo de que al abrirlos de nuevo, todo cobrase sentido. El estridente color rojo de las letras de nuevo, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Decepcionada di media vuelta, con la intención de volver casa.

Cuando aún no había dado un par de pasos, una quejumbrosa voz a lo lejos lamentaba la pérdida de su cartera. Disimuladamente me acerqué a la puerta de aquel bar. Le miré varias veces, parecía el, pero no estaba del todo segura. A pesar de su excitación, decidí dirigirme a él haciéndome la curiosa para asegurarme. Tras preguntarle indirectamente por la pérdida, me contesto angustiado: El dinero es lo de menos, serian veinte euros o así, pero llevaba unas entradas para un concierto que me habían costado mucho de conseguir. Él era Borja, no cabía duda. Todas las casualidades me llevaban a aquella calle, al garito de la locura, al recuerdo de unos ojos verdes, hipnóticos.

Con el paso de los meses conseguí olvidarme de él, aprendía a ignorar las señales, a seguir con mi vida al margen de todas ellas. Tras el inestable comienzo, mi relación con Sergio fue consolidándose conforme el recuerdo de Mario se diluía. Las primeras semanas fueron complicadas, mi obsesión era cada vez mayor, cada noche, al atardecer pasaba frente “El Rincón de los soñadores frustrados” con la esperanza de encontrarlo cómo la primera vez, con esa vida, esa bohemia que me había enamorado irracionalmente. Cada noche también, una nueva decepción, el paso de los días mataba vilmente el local, sumiéndome en una extraña angustia.

Llegué a preguntarme si todo aquello había sido un sueño, una alucinación, o tal vez, mi propia imaginación jugándome una mala pasada. Pero entonces, abría el pequeño cajón de la vitrina del recibidor, y comprobada que la nota existía de verdad, la releía, para así poder mantener con vida el recuerdo un poco más.

Tarde bastante en darme cuenta de que no volvería a aparecer, que estaba perdiendo el tiempo cada noche, y lo que era peor, estaba perdiendo a Sergio. Todo aquello era una estupidez, y así un buen día, sin dejarme tiempo para pensarlo de nuevo, hice trizas la nota y decidí no volver a pasar nunca más por el rincón de los soñadores frustrados. Mi vida volvió entonces a la normalidad. Poco a poco, la rutina sustituyó la locura, y la estabilidad y el cariño a la obsesión.

Hicieron falta un par de años, y un puñado de dudas para que la acción, guerrera, regresara para desterrar a la aburrida rutina de mi vida. Sergio era todo lo que cualquier mujer podría desear, ahí precisamente estaba en el problema. Su perfección, resultaba monótona, rutinaria. No sentía lo que se siente cuando se está enamorada de verdad, la relación tan solo se mantenía en pie gracias al cariño y el miedo a la soledad. Faltaba lo más importante, la pasión, la emoción, pero ante todo, el amor. Sabía perfectamente, que no le amaba.

Las dudas eran insostenibles, necesitaba un pequeño empujón, algo que me ayudase a lanzarme al cambio. La noche del 23 de Febrero resultó ser el más explosivo detonante que podría haber llegado esperar.  La nieve era la protagonista, las calles  estaban teñidas de blanco, un blanco que a su vez, reflejaba tenuemente la cálida luz de las farolas, restando así frialdad a la noche. Paseábamos de la mano por calles al azar, una nevada era un evento muy especial, hacía años que no tenía lugar en la ciudad. No pensábamos en que rumbo tomar, simplemente disfrutábamos como críos. Por unas horas, parecía que la magia había regresado a nuestra relación, hacía mucho tiempo que no lo pasábamos tan bien. Una guerra de nieve, un pequeño y feliz muñeco de nieve adornando el parque del lago. Caminábamos alegremente, sin saber cómo ni porqué, tras algo más de dos años esquivándola, apareció de nuevo esa pequeña calle que tantos dolores de cabeza me había traído consigo en el pasado. Inconscientemente aceleré el pasó, y concentré toda mi atención en tratar de evitar lo inevitable. No quería mirar el abandonado local, me negaba a reabrir viejas heridas. Sergio, completamente ajeno a mi batalla interior, continuaba irradiando alegría, observando cada detalle, por inhóspito que pareciese.

-¡Irma, mira que sitio más curioso! –me estiró bruscamente del brazo, mientras un escalofrío recorría mi cuerpo por completo.
-Sí. –una respuesta prolongada e inaudible, que fue quebrándose progresivamente, a la vez que todo el vello del mi cuerpo se erizaba.  

Empalidecí de repente, no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. El Rincón de los Soñadores Frustrados emanaba más vida que nunca. Algo paralizada, miré el interior, era tal y como lo recordaba, con su juego de luces y sombras, un oasis para la bohemia y la nostalgia a una época pasada, más auténtica, menos superficial. Aun recordaba a la perfección el lugar exacto en el que fui  hechizada años atrás. Miré su mesa, la de Mario. Allí estaba, manteniendo desde el primer instante el contacto visual, de un modo que podría llegar a  resultar agresivo, esbozando a la vez, una amplia sonrisa. El corazón se me aceleró descontroladamente, mi cabeza retumbaba con cada latido que resonaba insistente en la sien. 

 
 

 

domingo, 17 de febrero de 2013

Los ojos verdes - Capítulo II

El chico de los ojos verdes sonrió al verme entrar. Le lancé una mirada fugaz, algo tímida y nerviosa, mientras avanzaba rápidamente hacia la parte más estrecha del local. Empapada, tiritando aun, me acomodé en una pequeña y escondida mesa. Me quité los tacones conteniendo las ganas de refilarlos. El camarero, eficaz, se acercó para sugerirme que tomase la especialidad de la casa, me ayudaría a entrar en calor; el chupito del infierno, flameado, por supuesto. El alcohol no arreglaría mi noche, pero al menos si me quitaría el frio de los huesos. “Por ahora tráeme uno”. Lo bebí de un trago, y me arrepentí de ello, estaba fortísimo.

A los pocos minutos, un chocolate caliente sobre mi mesa. “Perdona, yo no he pedido esto”. No hubo respuesta. Estaba muy espeso, cómo más me gustaba. Al levantar la taza para dar el primer sorbo, me di cuenta que la servilleta, estaba escrita. Embargada por la curiosidad, dejé el chocolate para después. “¿Nunca te han dicho que el alcohol no es nada bueno? Este chocolate te vendrá mucho mejor, espero que lo disfrutes, estás invitada.” Miré a mi alrededor, en busca de algún posible indicio que delatase al autor de la nota. Nada fuera de lo normal. Algo me decía que el propietario de los ojos verdes tenía que algo que ver con la nota. En fin, lo mejor sería disfrutar del chocolate, estas cosas no te pasan todos los días, pensé mientras sonreía sincera e inconscientemente. Cuando a penas, quedaba ya el poso de la taza, rebusqué en el bolso, sí, ahí estaba, justo lo que necesitaba; un pequeño boli de propaganda. Cogí otra servilleta, dejándome llevar por la magia del momento. “Muchas gracias por el chocolate, tienes razón, mucho mejor que el chupito. ¿Quién eres? Por cierto, gracias también por alegrarme la noche, seas quien seas, te estoy muy agradecida.” Llamé al mismo camarero que me había entregado la nota, aquella noche, también seria cartero. No puso demasiadas pegas, en el fondo, estaba acostumbrado, trabajaba en uno de los locales más bohemios de la ciudad. No quería mirar, prefería mantener la intriga, no romper el momento. En mi mente grabados aquellos ojos verdes, brillantes, diferentes.
Miré el reloj, casi las doce. Nunca hubiese imaginado que la noche derivaría en una algo como aquello. Pasaban los minutos, mis ojos rastreaban el alrededor en busca de noticias de mano del “cartero”, pero nada, no había ni respuesta, ni nota de vuelta. Tras un par de bostezos, pensé que lo mejor sería volver a casa. Descalza, con los destrozados tacones en la mano, me dispuse a pagar en la barra. El local, comenzaba a ser agobiante. Miré a mí alrededor, buscándole. Nada, aquello era imposible. Algo decepcionada, salí cabizbaja del rincón de los soñadores frustrados. Lloviznaba, era hasta agradable. En poco menos de media hora, al fin, en casa. Busqué con ansia las llaves, necesitaba quitarme la empapada ropa y entrar en calor. En vez de las llaves, un pequeño papel, una nota. No podía ser, ¿cómo habría llegado hasta allí? La desdoblé con cuidado, esta vez, no era una servilleta, sino un pequeño y arrugado pedazo de papel cuadriculado. “Soy  Mario, aunque bueno, eso no te aclarará mucho. No hay que dar las gracias, parecía que no estabas teniendo una buena noche, y cuando entraste, me apetecía alegrarte de algún modo. Tal  vez, algún día nos conozcamos, o tal vez no. El destino, ya decidirá.”  Lo releí al menos cinco veces. Mario. ¿Sería el propietario de aquellos hipnóticos ojos verdes?
Ya en casa, en camisón, batín, pelo seco, y pies calientes. Tirada en el sofá, palomitas en mano, el timbre sonó inesperadamente. Miré la hora, las doce y veintitrés, no era momento de visitas. Con pesadez fui a ver de quien se trataba. Guardé la nota en un pequeño cajón de la vitrina del recibidor, no quería tirarla por accidente.
-¿Quién? –pregunté desganada por el telefonillo.
-¿Irma? –La voz sonaba distorsionada a causa de la lluvia, de nuevo, mucho más intensa.
-Si.
-Soy Sergio. ¿Estás bien verdad? –Percibí cierta agitación en su gravísima voz.
-Sí, he tenido problemas para llegar y por eso he vuelto a casa, pero estoy bien, tranquilo. – Conteste un tanto perpleja, aquella noche estaba resultando demasiado extraña.
-Estaba preocupado por ti, no apareces, no contestas el móvil…
-¿Quieres subir? –Le interrumpí, me recordaba a mi padre.
-No estaría mal, la verdad. –No se hizo demasiado de rogar, finalmente la frase derivo en risa.

Me miré al espejo, estaba completamente impresentable pero no tenía tiempo. Anudé el batín y recoloqué como pude los rizos, aun algo húmedos. El timbre, molesto ya a aquellas horas, anunció la reanudación de mi peculiar noche. Sin demorarme demasiado, abrí con cuidado la puerta. No pude apartar la vista de su corbata, realmente impactante. Rojo pasión, o más bien, rojo fosforito, muy propio de él. Siempre le había gustado destacar allí dónde estuviese. Subí la mirada, bastante, él era realmente alto, supongo que alrededor del metro noventa y cinco. Barba de un par de días, cabello cobrizo algo desaliñado y ojos oscuros, casi tanto como el carbón.

-A ver, explícame que te ha pasado. –ordenó mientras enarcaba sutilmente las cejas.
-Pues en verdad […] ha sido un cúmulo de cosas. – me dejé caer en el sofá – la lluvia, el tacón, el móvil, el rincón de los soñadores frustrados… -enumeré demasiado rápido.
-Vamos, que has encontrado algo mejor que venir con nosotros. –Parecía algo cabreado.
-No, no. Solo que, parecía que había “algo” –pronuncié con retintín –qué no quería que esta noche cenase con vosotros. –Me di cuenta justo en ese instante de lo extraño que sonaba dicho en voz alta.
-Bueno, al menos, te vendrás ahora a tomar un par de copas ¿no? –me miraba fijamente, intentando intimidarme.
-No me apetece mucho, ya voy en pijama, y […] – rápidamente busqué alguna excusa más - fuera hace frio.
-Parece que tengas cincuenta años. – frunció los labios algo molesto.
-En serio, es que, ahora volverme a vestir, arreglarme el pelo […] me da mucha pereza Sergio. –Me froté los ojos para añadir credibilidad al asunto.
-Pues si Irma no va a la fiesta, la fiesta irá a Irma. –Se acercó al mueble-bar y sacó dos copas. Después, la ginebra.

Un par de tragos, el ambiente, mucho más distendido. Bromeábamos sobre sin-sentidos, charlábamos alegremente de temas vacíos, aun así, era un tiempo agradable, apacible. Perdimos la noción del tiempo. Echaba de menos aquella sensación de independencia, de libertad. ¿Qué me había pasado durante todo este tiempo?

En el sofá, cada vez, más cerca. Sin darnos cuenta, nuestras piernas entraron en contacto. Era agradable la calidez, me entraron unas ganas irrefrenables de sentirle más. Hacía demasiado tiempo ya desde el último beso, la última caricia. Me apoyé en su hombro, con algo de sueño, con algo de deseo. “Qué te pasa” preguntó sorprendido por mi inesperado acercamiento. Sin saber muy bien cómo o porqué, tuve un arrebato de sinceridad; tal vez el alcohol, o quizá la soledad, no. Sin duda, era una mezcla de ambas. “Me siento muy sola, Sergio […] a veces, pienso que jamás encontraré a alguien capaz de entenderme”.

Se hizo el silencio, sinceramente, un tanto forzoso, demasiado incómodo. No sabíamos que hacer, que decir, dónde mirar. Me pregunté que estaría pasando por su mente justo en aquel instante. Levanté la cabeza de su hombro y tomé distancias. Maldita sinceridad, siempre estropeando relaciones.

De repente, con mucha dulzura, me tomó por el mentón y delirando cariño, me besó suavemente los labios. “Irma, te aseguro, que muchos se mueren por entenderte, tan solo tienes que darles la oportunidad”. Susurró antes de retomar lo que había dejado pendiente en mis labios. El beso fue largo, perdiendo inocencia progresivamente, cada vez, más pasional, más salvaje. Las ganas y el deseo reprimidos, al fin, eran liberados. Sin disimulo ni timidez y con mucha habilidad, desató el rudo nudo de la bata. Sus grandes manos recorrieron con delicadeza y curiosidad todo mi cuerpo, que al contacto, estremecía. Los besos cada vez eran más intensos, las caricias, más sugerentes. Nos dejamos llevar. Tendidos en el sofá,  con el sonido de la completamente ignorada televisión de fondo, la ropa arrugada en el suelo, dando rienda suelta a los instintos, a la pasión. Creo que no es necesario dar más detalles de aquella noche. Dormimos abrazados, arropados por nosotros mismos, tras hacer el amor en una madrugada de deseo desenfrenado.  




miércoles, 13 de febrero de 2013

Los ojos verdes. Capitulo I

Nunca he creído en el destino, o tal vez, nunca he querido creer en él. Dicen que cuando conoces a esa persona, esa con la que estas destinada a compartir tu vida, algo se enciende en tu interior, lo sabes desde el primer instante. Aunque ignores esta corazonada, te perseguirá, de un modo u otro; sueños, números, palabras, encuentros, empezarás a enloquecer, a ver, que todo aquello que creías cuentos de hadas, es real. Blablabla, seguro que ya estás pensando, ya me quieren contar el mismo rollo de siempre. Pues no, la teoría está muy escuchada, aburre. Aquí os dejo mi historia, la demostración del destino, de sus señales y sorpresas.

El sol brillaba con fuerza aquella mañana de primavera, un día más de una rutina que sinceramente, ya cansaba. Caminaba sin fuerza alguna, programada, funcionando casi por inercia. Llegué a casa a la misma hora de siempre, prepare unos macarrones y me tumbé un rato en el sofá, como de costumbre. Era viernes, estaba agotada, como no. Los años pasaban factura. Cogí el móvil, lo mejor sería aplazar la cena. Una cita con la peli romántica de los viernes y el bote de palomitas en vez de con los compañeros de trabajo. Cambié de canal, los Simpson, interesante, justo una escena de la vieja de los gatos. Un escalofrió recorrió de arriba abajo mi cuerpo, si continuaba comportándome como una soltera cuarentona, acabaría como ella. Genial. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Tenía que espabilar. Hacía tiempo que había desistido en el amor. Dos décadas y media son suficientes para darse cuenta de que, todos los hombres, en el fondo, son iguales. Yo era una joven fuerte e independiente, no necesitaba a nadie para ser feliz, bueno, tal vez sí. Cogí el teléfono de nuevo, ya era hora de pasarlo bien, de ahogar las penas del pasado y vivir. A demás, llevaba tiempo ignorándolo, pero Sergio no me quitaba ojo de encima. Incluso podría darle una oportunidad. No, eso no, ¿sufrir de nuevo?, nunca.

Era noche de sacar de nuevo los tacones. ¿El vestido rojo de gasa con el agujero en la espalda? No, demasiado provocativo. Tal vez, la falda de vuelo negra con la blusa blanca. ¿Y los labios? ¿Rojos o fresa? el mismo dilema de siempre. Me miré al espejo satisfecha. Parecía sacada de los años 60, siempre había imaginado cómo hubiese sido vivir en París de aquellas décadas, inhalando elegancia, entonces todo era más auténtico, más real. Los hombres, eran caballeros, y hasta los macarras tenían estilo. Miré el reloj, tres veces cómo mínimo. No podía ser, llegaba tardísimo, bueno, tardísimo era poco. Cerré la puerta con cuidado para salir luego corriendo. Tenía que comprarme un coche urgentemente.

Era una noche oscura, algo fría para ser Abril. Demasiado triste para ser viernes. Corría por las calles, cogiendo atajos, cruzando semáforos en rojo, ignorando el dolor de los tacones. Noté una pequeña y casi imperceptible gota de agua. No, no podía pasarme a mí. En menos de 5 minutos, más que una calle, aquello parecía un balneario. Caminaba empapada de los pies a la cabeza, algo torpemente, maldiciéndome por no haberme quedado en casa. Cambié la ruta establecida, en busca de aceras resguardadas. Un girón de pie, el tacón por un lado, el zapato por otro. No, no, no, no, no. Con un pie descalzo, intenté caminar, pero era casi imposible. Miré el cielo con un odio desmedido. Justo una gota calló en mi ojo, haciéndome parpadear cómicamente. La gota que colmó el vaso, y nunca mejor dicho. Busqué el móvil en el pequeño bolso, llamaría a un taxi para volver a casa. La sorpresa fue que no estaba, seguramente, estaría esperándome sobre la vitrina del recibidor. Algo quería que no me moviese de aquel lugar, una fuerza extraña, tal vez, ¿la fuerza del destino?

Me giré repentinamente. “El rincón de los soñadores frustrados”. Estaba oscuro, la única luz; tenue, titubeante, chispeante; velas. El reflejo de cada una de estas en los ojos de los clientes, en sus copas. Un aura llena de romanticismo, bohemia, con un ápice de sensualidad, tal vez, hasta erotismo. La madera predominaba y destacaba frente a todo lo demás, techos abuhardillados, detalles tallados. Eran de diferentes tonos, algunas casi tan oscuras como aquella noche sin luna, otras, tan claras que podría decirse que eran blancas. Un lugar que incitaba al cobijo, que llamaba a gritos. Me acerqué un poco más al ventanal que conectaba con aquel peculiar garito. La lluvia me azotaba furiosa. Gramolas, cuadros estilo vintage y todo tipo de detalles que sumándose uno a uno, lograban transportarte a otra década, otros tiempos. Intuí el tipo de música que se podría escuchar en el local, apostaba por algo de Rock’n Roll ochentero, o tal vez, anterior incluso. Unos grandes y brillantes ojos verdes me observaban casi tan atentamente cómo yo analizaba El Rincón de los Soñadores Frustrados. Mantuve el contacto unos segundos. Se me erizó el vello, no sabía si por el frio o por la mágica de aquella mirada. Dejé de resistirme y, sin pensarlo más, entré con decisión.