El
sol brillaba con fuerza aquella mañana de primavera, un día más de una rutina
que sinceramente, ya cansaba. Caminaba sin fuerza alguna, programada,
funcionando casi por inercia. Llegué a casa a la misma hora de siempre, prepare
unos macarrones y me tumbé un rato en el sofá, como de costumbre. Era viernes,
estaba agotada, como no. Los años pasaban factura. Cogí el móvil, lo mejor
sería aplazar la cena. Una cita con la peli romántica de los viernes y el bote
de palomitas en vez de con los compañeros de trabajo. Cambié de canal, los
Simpson, interesante, justo una escena de la vieja de los gatos. Un escalofrió
recorrió de arriba abajo mi cuerpo, si continuaba comportándome como una soltera
cuarentona, acabaría como ella. Genial. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Tenía
que espabilar. Hacía tiempo que había desistido en el amor. Dos décadas y media
son suficientes para darse cuenta de que, todos los hombres, en el fondo, son
iguales. Yo era una joven fuerte e independiente, no necesitaba a nadie para
ser feliz, bueno, tal vez sí. Cogí el teléfono de nuevo, ya era hora de pasarlo
bien, de ahogar las penas del pasado y vivir. A demás, llevaba tiempo
ignorándolo, pero Sergio no me quitaba ojo de encima. Incluso podría darle una
oportunidad. No, eso no, ¿sufrir de nuevo?, nunca.
Era
noche de sacar de nuevo los tacones. ¿El vestido rojo de gasa con el agujero en
la espalda? No, demasiado provocativo. Tal vez, la falda de vuelo negra con la
blusa blanca. ¿Y los labios? ¿Rojos o fresa? el mismo dilema de siempre. Me
miré al espejo satisfecha. Parecía sacada de los años 60, siempre había
imaginado cómo hubiese sido vivir en París de aquellas décadas, inhalando
elegancia, entonces todo era más auténtico, más real. Los hombres, eran
caballeros, y hasta los macarras tenían estilo. Miré el reloj, tres veces cómo
mínimo. No podía ser, llegaba tardísimo, bueno, tardísimo era poco. Cerré la
puerta con cuidado para salir luego corriendo. Tenía que comprarme un coche
urgentemente.
Era
una noche oscura, algo fría para ser Abril. Demasiado triste para ser viernes.
Corría por las calles, cogiendo atajos, cruzando semáforos en rojo, ignorando
el dolor de los tacones. Noté una pequeña y casi imperceptible gota de agua.
No, no podía pasarme a mí. En menos de 5 minutos, más que una calle, aquello
parecía un balneario. Caminaba empapada de los pies a la cabeza, algo
torpemente, maldiciéndome por no haberme quedado en casa. Cambié la ruta
establecida, en busca de aceras resguardadas. Un girón de pie, el tacón por un
lado, el zapato por otro. No, no, no, no, no. Con un pie descalzo, intenté
caminar, pero era casi imposible. Miré el cielo con un odio desmedido. Justo
una gota calló en mi ojo, haciéndome parpadear cómicamente. La gota que colmó el
vaso, y nunca mejor dicho. Busqué el móvil en el pequeño bolso, llamaría a un
taxi para volver a casa. La sorpresa fue que no estaba, seguramente, estaría
esperándome sobre la vitrina del recibidor. Algo quería que no me moviese de
aquel lugar, una fuerza extraña, tal vez, ¿la fuerza del destino?
Me
giré repentinamente. “El rincón de los soñadores frustrados”. Estaba oscuro, la
única luz; tenue, titubeante, chispeante; velas. El reflejo de cada una de
estas en los ojos de los clientes, en sus copas. Un aura llena de romanticismo,
bohemia, con un ápice de sensualidad, tal vez, hasta erotismo. La madera
predominaba y destacaba frente a todo lo demás, techos abuhardillados, detalles
tallados. Eran de diferentes tonos, algunas casi tan oscuras como aquella noche
sin luna, otras, tan claras que podría decirse que eran blancas. Un lugar que
incitaba al cobijo, que llamaba a gritos. Me acerqué un poco más al ventanal
que conectaba con aquel peculiar garito. La lluvia me azotaba furiosa. Gramolas,
cuadros estilo vintage y todo tipo de detalles que sumándose uno a uno,
lograban transportarte a otra década, otros tiempos. Intuí el tipo de música
que se podría escuchar en el local, apostaba por algo de Rock’n Roll ochentero,
o tal vez, anterior incluso. Unos grandes y brillantes ojos verdes me
observaban casi tan atentamente cómo yo analizaba El Rincón de los Soñadores
Frustrados. Mantuve el contacto unos segundos. Se me erizó el vello, no sabía
si por el frio o por la mágica de aquella mirada. Dejé de resistirme y, sin
pensarlo más, entré con decisión.
Tiene un ritmo magnífico, y unas frases sugerentes, ocurrentes e incluso graciosas. Pero, sobre todo, es frenético. Y atrapa.
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